Narración de José Luis Ferris
Orihuela, 1910. En plena vega del Segura, en la absoluta exuberancia de una naturaleza preñada de júbilo y de huertas, nace Miguel Hernández, un poeta de perfil luminoso, de sombrío destino. España está dormida. La tierra está dormida.
Verso escrito, sangre alzada, grito uniforme que tiene aromas de viento del pueblo, viento untado de raíces, de avena, de polvo milenario, de sueño que circulan por el lomo herido de los campos, entre palmera y cielo, azul de libertad y verde de pena contenida.
Más abajo de todo, en las ubres hinchadas de la tierra, en el sitio exacto del origen, donde late la vida antes de ser vida, donde vibran el mineral y el topo, debajo de la piel, muy cerca de la sangre, en los planetas subterráneos de corazón tendido, allí, donde el sueño es sombra, insomnio a veces, nace una voz y la canción fluye con olores de mundo y tallo humano.
Hoy renace el poeta sin muerte que lo evite, sin uniformes ni pistolas que lo eviten, sin metralla enemiga que lo impida, sin vocerío de señor o de oligarca que los silencie, sin militares de botas de siete leguas ni censores de gafas oscuras y corazón manchado. Es la hora, el momento, el espacio y el día de la canción lanzada contra ellos como un duro manotazo de verdad, como un golpe de amapolas en el rostro de la intransigencia, contra la boca de los que se alimentaron de palomas agonizantes, contra los ojos de quienes mancharon la vida y la dejaron triste como un campo de alas, como un estercolero miserable, como un largo cementerio de poetas muertos y banderas hilo a hilo dormidas.